El jubileo de los Enfermos y el mundo de la Salud que celebramos el 5 y 6 de abril lo dedicamos a la esperanza que contagiaron los médicos de la Pandemia de COVID 19
Todos comprobamos cuánto se involucró la comunidad médica, que junto al gran Equipo de Salud (enfermeros, radiólogos, kinesiólogos, psicólogos, bioquímicos, camilleros, administrativos, camareros, etc.), asistían al enfermo haciendo frente a una enfermedad ajena y desconocida por todos. La gran “Familia de la Salud”, se unió para trabajar mancomunadamente ante este virus, fue una gran Comunidad. Le pedimos a la Dra Gabriela Masoero que nos cuente su experiencia.

Gaby es cordobesa, nació en 1966 y estudió medicina en la Universidad de Córdoba porque desde niña quiso “ayudar a que la gente se sienta mejor”. Se recibió de médica clínica a los 24 años e hizo su residencia en el Hospital Naval Pedro Mallo de Buenos Aires en donde se quedó a trabajar. Está casada, tiene un hijo y un nieto.
Cumpliendo sus 30 años en la misión de curar comprobó en primera persona que no lo había visto ni aprendido todo.
En el verano del 2020 Gaby estaba de descanso en las sierras cordobesas cuando comenzaron los rumores de un brote de “gripe viral” circunscripto a China, que se extendía al resto de Asia. De la enfermedad no se sabía mucho, se comentaba que el portador del virus era un murciélago, pero hasta ahí, nada más. Luego, llega la información que el virus se propagaba por Europa y llegó a Estados Unidos. En ese momento en Argentina recién se tomó conciencia que se trataba, en verdad, de un brote infeccioso severo, que ya afectaba a más de un continente, la Pandemia invadía el mundo, provocando muchas muertes. De algo estábamos seguros, era una enfermedad diferente a la gripe que todos conocíamos.

Los casos se presentaban de a miles, los hospitales rebalsaban de enfermos, las terapias intensivas estaban saturadas y los pacientes con afecciones preexistentes (oncológicos, diabéticos, obesos, en diálisis, inmunosuprimidos) se constituyeron en los de mayor riesgo para contraer una neumonía grave, acompañados de falla respiratoria y muerte.
En su experiencia pandémica Gabriela vio morir mucha gente, ancianos – jóvenes – mujeres – varones. No así niños. Los casos seguían sumándose, mientras que las camas y el personal de salud se iban agotando.
El Hospital Naval, como tantos otros centros de salud, tuvo que readecuarse para hacerle frente a esta enfermedad. De los seis pisos de internación, tres fueron utilizados para pacientes enfermos de COVID-19. La Terapia Intensiva y las otras Áreas Cerradas, sufrieron una reingeniería para ampliarse y albergar mayor cantidad de enfermos. La guardia se adaptó, dividiéndose para la atención de pacientes COVID y NO COVID. La Terapia Intensiva de pediatría pasó a ser una sala de Cuidados Intermedios de Adultos. Se habilitaron para la internación, zonas nunca pensadas como por ejemplo los gabinetes de kinesiología.
Los pacientes se internaban solos, sin compañía de familiares y amigos. El Hospital cambió. La estructura y su personal se adaptaron para enfrentar una enfermedad con alcances y resultados desconocidos. Por supuesto generando ansiedad, miedo y desconcierto en el Equipo de Salud.
La Pandemia pasó por encima de su propio límite al sistema de salud y su personal.
A Gabriela junto a una compañera les tocó, por antigüedad y experiencia, ser las coordinadoras de la atención de los pacientes internados en los pisos con COVID. Esa tarea consistía en dirigir un grupo de aproximadamente 10 profesionales, la mayoría residentes, programar las actividades diarias y asistir junto con ellos a los enfermos. Un día de abril le tocó a ella tener a cargo 115 pacientes.
Una situación que ella nunca había experimentado fue la de tener que dar informes telefónicos a los familiares de los pacientes sobre su estado y evolución. No era sencilla la tarea de revisar a un paciente. Tarea que iba desde la vestimenta con equipo de protección personal (camisolín, doble par de guantes, doble barbijo, antiparras, cofia y botas) hasta cambiar la forma de abordarlo y examinarlo.
Nos confiesa que fue algo realmente agotador, desde lo físico y lo emocional. Se trabajaban quince días ininterrumpidos, seguidos de una semana de no concurrencia al hospital. Durante el año 2020, pre vacuna, esa fue la rutina laboral.
De todo lo que tuvo que realizar lo que más le afectó emocionalmente no fue el trabajo en sí, sino la tristeza, desesperación y angustia de los pacientes, por encontrarse solos durante su internación en contacto únicamente con las enfermeras y los médicos. Por esta razón, aparte de asistirlos medicamente, hacían las veces de acompañantes, soporte terapéutico y lo que se necesitara. Cuando se sentaban a escucharlos ellos se abrían y podían contar sus vivencias, manifestar los miedos, sus pensamientos que muchas veces les quitaban el sueño, el temor final: la muerte. Gabriela en todo sentido “ayudaba a que la gente se sienta mejor”.
Varias veces se preguntó: ¿Cómo seguir?, ¿De dónde sacar más fuerzas? Allí se aferró a Dios. Es católica practicante y encontró en la Iglesia la tranquilidad y la paz para seguir ayudando.
Con Dios se iba amigando y distanciando de acuerdo a las diferentes vivencias. Había tantas cosas que desconocía y sentía mucha impotencia al no poder encontrar la solución.
Gabriela supo usar la fe, la esperanza y la caridad, nunca se presentó como víctima ni como heroína. Siguió siendo aquella niña que disfrutaba en el campo de su abuelo y soñaba “con ayudar a que la gente se sienta mejor”.