El sol de diciembre arde con fuerza sobre los transeúntes que cruzan la plaza 25 de Mayo en La Rioja. En unos días más se celebrará el Tinkunaco y es sorprendente cómo esta gran celebración sigue convocando un número importante de fieles, aún a pesar del calor. Puedo imaginar a la población colonizadora agobiada frente al “indio” curtido y acostumbrado, ambos observándose asombrados y con ciertos temores. El primer “Encuentro” habrá sido mucho más traumático para los originarios que para los españoles que ya tenían casi cien años de experiencia en avanzar sobre estas poblaciones. Los centros más importantes donde los españoles venían asentándose, en ese entonces, eran el Virreinato del Perú al norte y la Capitanía de Chile al sudoeste de esta región por lo cual los Valles Calchaquíes fueron considerados marginales para los españoles hasta el año 1591 cuando se funda la Ciudad de Todos los Santos de la Nueva Rioja, recibiendo gran resistencia en muchos casos o acuerdos y alianzas en otros, como el de La Rioja.
El diaguita nunca podría hacerle frente al español dadas sus condiciones de escasa incursión bélica o técnicas de combate más lo rudimentario de sus artefactos. Pero aun así fue muy difícil someterlos considerando que el instinto de supervivencia prevalece por sobre cualquier circunstancia.
Las culturas originarias eran relativamente pacíficas, vivían en grupos reducidos y si bien a esa altura (fines del siglo XVI) habían dejado de ser nómades y estaban establecidos en territorios aún continuaban cazando y recolectando a la vez que criaban ganado y sembraban en parcelas. De esta forma eran muy raros los conflictos entre diferentes grupos, pero lo más asombroso es que existía una relación entre poblaciones que tuvo su auge entre el año 400 y 1.200 DC que se denominó “Período de Integración Regional” abarcando zonas desde el sur de Catamarca, norte de La Rioja y parte de San Juan. Estos compartían creencias o ideas religiosas como la adoración al jaguar (Punchao) equivalente al sol. También al tener dominio sobre las vertientes de agua elaborando canales de riego lograron una gran riqueza agrícola y de esta forma además de asegurar el desarrollo de las comunidades éstas fueron manifestando una desigualdad social y estratificación regional. A esta cultura se la denominó “Aguada”. De esta forma también podemos decir que el “diaguita” nunca existió como etnia, sino que tenía las características de los habitantes integrados en este período, que, si bien no convivieron, compartían algunas costumbres en una región muy extensa que llegaba desde la provincia de Salta hasta San Luis y de San Juan a Córdoba.
Un ejemplo de las diferencias sociales son las edificaciones donde existen aún los vistosos “pucará”, fortalezas en lo más alto de las ciudadelas que además de servir como defensa a cualquier ataque estaban habitados por las clases más distinguidas de la comunidad. El lenguaje de la cultura Aguada era el kakán que se fue perdiendo probablemente por la influencia inca que vendría más adelante fortaleciendo el idioma quichua. Pero aún hay apellidos o topónimos que nos remiten al kakán como por ejemplo Ismiango, Aballay, Sigampa, Olima, etc. También hay una característica de ese dialecto que hoy en día la podemos seguir escuchando en algunas personas y es la de aspirar la última sílaba de algunas palabras.
Hay estudios que nos remiten a cerca de 10.000 años atrás con evidencias y registros de actividad humana en La Rioja y zonas cercanas por lo cual la evolución es notable en las culturas originarias e incluso atravesando como una poderosa flecha con punta de piedra al menos tres momentos históricos y que aún dejan huella en nuestra comunidad actual: La cultura incaica (1536), la fundación de La Rioja (1591) y la gran masacre de 1680 cuando la sociedad colonial había logrado una gran fortuna donde las riquezas, traducidas en indios y tierras, ostentaban un poder descontrolado desechando y eliminando, paradójicamente, al nativo dejando al fin muy pocos originarios. Este suceso cruel dio lugar a la incorporación de esclavos negros que provenían de África a través de Brasil para que se ocupen de las tareas que realizaban los aborígenes apropiados por los españoles como “encomiendas” y que fueron finalmente eliminados.
Pero el habitante que desde siempre caminó estas tierras aún está entre nosotros como resistiéndose a desaparecer, en la doña que junta las algarrobas para hacer el patay, el changuito que se arriesga a las picaduras para saborear la miel alcanzada con técnicas casi rituales, en el vecino que respondiendo al saludo aspira esa sílaba perdida y que luego comenta el clima (siempre con calor) llenando de esdrújulas la oración, en ese listado de estudiantes donde los apellidos sellan esta identidad, en los Allis que bautizados en la fe reconocen al Niño Jesús como máxima autoridad y por eso hoy continúan erguidos frente al español y solo se arrodillan ante el Niño Alcalde.