GESTOS Y PALABRAS
Homilía en el comienzo de la 126°Asamblea plenaria de la CEA
Queridos hermanos:
En el comienzo de nuestra Asamblea plenaria, la celebración de esta Santa Misa alimenta nuestra fraternidad sacramental en torno al Señor resucitado, en este particular contexto eclesial que vivimos, apenas fallecido el Papa Francisco. Esta tarde hemos podido evocarlo con un sentido intercambio, donde hubo espacio para poner de manifiesto nuestra experiencia personal en relación con su vida y ministerio. Junto a la viva emoción, queremos dar gracias a Dios por la fecundidad de su entrega pastoral y su legado de gestos y palabras, que nos ayudará siempre en el servicio de nuestras Iglesias particulares.
En la primera lectura asistimos a la narración de la vida y testimonio del diácono Esteban, “hombre lleno de gracia y de poder, que hacía grandes prodigios y signos en el pueblo” (Hch 6,8). Atacado por ciertos sectores que se sentían dueños de la vida religiosa de su pueblo, nos dice el libro de los Hechos que “no encontraban argumentos frente a la sabiduría y al espíritu que se manifestaba en su palabra” (Hch 6,10). Apasionado evangelizador, Esteban les hablaba de Dios y ponía signos de vida nueva entre ellos. Había que suprimirlo, desautorizándolo con falsos testimonios y enojando a la gente contra él. Como su Maestro Jesús, Esteban desafiaba sus tradiciones y sus rígidos formalismos cultuales sin Dios.
El Evangelio nos presenta a Jesús, buscado por la multitud a la que había alimentado y que estaba intrigada por sus movimientos. Jesús les hace notar su obrar interesado y les enseña que, más que el pan material, deben buscar aquel Pan que los sacie eternamente y creer en Aquel que es el enviado por Dios.
Ese “Ustedes me buscan” de corto plazo, guiado por la necesidad, es confrontado por las enseñanzas de Jesús, que amplía el horizonte de sus interlocutores, para proponerles un encuentro más pleno con Él: «Vengan a mí todos los que están fatigados y agobiados, y yo los aliviaré. Carguen sobre ustedes mi yugo y aprendan de mí, porque soy paciente y humilde de corazón, y así encontrarán alivio. Porque mi yugo es suave y mi carga liviana» (Mt. 11,28-30); «Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome cada día su cruz y sígame» (Lc. 9,23); «Yo soy el pan de vida. El que viene a mí nunca tendrá hambre; el que cree en mí nunca tendrá sed» (Jn. 6,35); “Si alguien tiene sed, que venga a mí y beba. El que cree en mí, como dice la Escritura, de su seno brotarán ríos de agua viva.» (Jn. 7,38).
Aun así, el Señor siempre los atendió con un corazón misericordioso y bien dispuesto, porque estaba comprometido con su bien integral. Es ese amor incondicional de Cristo el que hoy nos interpela y sostiene nuestra esperanza de pastores, para amar según sus enseñanzas a tantos hermanos que nos buscan y que, en nosotros, quieren encontrarse con la cercanía de Dios.
Así nos lo enseñó el Papa Francisco con numerosos gestos y palabras. También él quiso recibir a todos los que lo buscaban con distintas motivaciones, necesidades e intenciones, sin dejar de hablarles con fuerza en nombre de Dios. Guardamos en nuestro corazón su testimonio de salir al encuentro de todos: sus visitas a las verdaderas periferias del mundo, casi siempre ajenas a las prioridades de los poderosos; esos diálogos profundos con dirigentes y creyentes de otras confesiones cristianas y religiones, en la búsqueda sincera del conocimiento recíproco y de una sinergia por la paz; sus decisiones eclesiales, que ponían de manifiesto la primacía del servicio a los pobres y alejados; su hacer presente nuestra condición de hermanos junto al clamor de la tierra, don de Dios y casa de todos, para cuidarla de la explotación irresponsable y codiciosa, por encima del destino que le dio su Creador.
Como Esteban, como Jesús, Francisco se puso en las manos del Padre y actuó en consecuencia, entregándonos su vida. Y al hacerlo, nos habló de la verdadera libertad, ésa que se hace cargo del dolor y del sufrimiento de los otros, que no se olvida de los últimos, los descartados, los invisibilizados o silenciados, para considerarlos protagonistas, lejos de cualquier forma de indiferencia.
Nuestra agenda interna, eclesial, así como nuestra presencia social, nos piden un decidido compromiso con los gestos y palabras de Jesús; por eso la necesidad de la renovación de las estructuras y servicios pastorales, para hacer presente al Señor entre los hombres, para señalar con claridad sus preferencias y prioridades y para jugarnos por ello, sin eufemismos ni cortapisas.
Estos días de cónclave, lejos de constituir una feria de vanidades humanas —según el modelo de las confrontaciones políticas partidarias, la avidez periodística y la desmesura de las operaciones de las redes sociales—, son la oportunidad para confirmar nuestra plena confianza en el Señor que guía la historia. En sus manos estamos.
Los procesos iniciados en estos años del Papa Francisco, para la renovación de la vida eclesial al servicio de la comunidad humana, necesitan ser conducidos y acompañados en vistas de su consolidación y fecundidad evangelizadora. Por eso, reforzamos nuestra oración por los cardenales electores, para que pongan en primer lugar la fidelidad a Dios y el bien de su pueblo, la Iglesia, y elijan con toda libertad al padre y pastor que el Señor, en su providencia, nos ha reservado.
En nuestra ayuda, nos viene bien recordar las palabras de la bula de convocatoria del Año Jubilar, indicado por el Papa Francisco como una ayuda para “recuperar la confianza necesaria —tanto en la Iglesia como en la sociedad— en los vínculos interpersonales, en las relaciones internacionales, en la promoción de la dignidad de toda persona y en el respeto de la creación. Que el testimonio creyente pueda ser en el mundo levadura de genuina esperanza, anuncio de cielos nuevos y tierra nueva (cf. 2 P 3,13), donde habite la justicia y la concordia entre los pueblos, orientados hacia el cumplimiento de la promesa del Señor.” (Francisco, Spes non confundit, 25c)
Pilar, 5 de mayo de 2025
+ Marcelo Daniel Colombo,
Arzobispo de Mendoza y presidente de la CEA