Mensaje del Beato Monseñor Pironio a los comunicadores

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Monseñor Pironio se preocupó por formar a los anuncadores de la Buena Noticia de Jesús.

Compartimos un mensaje suyo del I Congreso de Comunicadores Católicos en Mar del Plata, 1996

DESAFIOS DE LOS COMUNICADORES DE LA IGLESIA ANTE EL TERCER MILENIO

Los laicos y el Areópago moderno de la comunicación

Mi relación será breve y sencilla. Enmarcada en un clima de espiritualidad y de esperanza. Vivimos tiempos difíciles; por eso mismo necesitamos la sabiduría y la fortaleza del Espíritu Santo. Nos hace falta la esperanza. Aquella esperanza que no falla «porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado» (Rm 5,5). Necesitamos, también, la presencia de los santos. Pablo VI nos decía que el mundo de hoy necesita el paso de los santos, santos de lo cotidiano. Santos en todos los niveles: obispos y sacerdotes, religiosos y religiosas, diáconos, seminaristas y fieles laicos.

Mi exposición será simple. Más que fruto de una ciencia o de una técnica – que yo desconozco – deseo que sea fruto de una experiencia espiritual, como sabiduría del pobre, del Espíritu, de la cruz. Como una especie de meditación a la luz de la Palabra de Dios. Creo que es lo único que puede pedirme este I Congreso de Comunicadores Católicos, que se realiza en esta queridísima Diócesis de Mar del Plata por la que pasé, un tiempo breve pero intenso y extraordinariamente gozoso, predicando siempre a Jesucristo. Por eso les repito las palabras de San Pablo a los Corintios: «Cuando los visité para anunciarles el testimonio de Dios, no llegué con el prestigio de la elocuencia o de la sabiduría. Al contrario, no quise saber nada, fuera de Jesucristo, y Jesucristo Crucificado» (1 Cor 2,1-3). Quisiera exponer algunas sencillas reflexiones – particularmente en torno a la comunicación, la comunión y la contemplación – a modo de animación para los laicos y de exigencia de espiritualidad laical. Creo que el mundo de la comunicación social, que interesa a toda la Iglesia evangelizadora y misionera, compromete de un modo especial a los fieles laicos directamente insertados en el mundo de las realidades temporales.1. La vocación del comunicador

«La vida de todo hombre es una vocación» (Pablo VI, P.P. 15).
«Aquí estoy, envíame» (Is 6,8).

Lo primero que diría para los comunicadores sociales (cualquiera sea su ubicación en la Iglesia) es la conciencia gozosa de su vocación. Han sido llamados, elegidos y exigidos, por el Señor. «Antes de nacer te había constituido profeta de las naciones…Yo pongo mis palabras en tu boca» (ver Jer 1,5-9). No es un juego fácil de pura profesión humana. Dios interviene desde el inicio, la capacitación, la formación, la animación por el Espíritu Santo en la Iglesia. Como toda vocación exige fidelidad a la llamada del Señor (a su fuerza esencial que es la santidad y la verdad), a la Iglesia (misterio de comunión misionera), al mundo en el cual estamos insertados como protagonistas de una nueva evangelización y de una auténtica civilización del amor. Toda comunicación social presupone una íntima e ininterrumpida comunicación con Dios, que es la Verdad, y con el mundo que tiene que ser construido en la verdad del hombre y de las cosas, en la justicia, la solidaridad y el amor. El punto en que se ubica el laico es siempre el que corresponde al «Christifidelis laici», es decir, incorporado plenamente en Cristo por el Bautismo y totalmente inmerso en el mundo como su espacio teológico. Llamado a la santidad, pero abierto constantemente a las realidades temporales. Toda vocación exige desprendimiento y austeridad, pero al mismo tiempo comunión y fidelidad. No es lo mío lo que comunico, sino lo que descubro contemplativamente y recibo; pero, al mismo tiempo, es lo mío (lo consubstancialmente recibido y asimilado). «Mi palabra no es mía», dice Jesús: «es la del Padre que me envió». Es importante concebir la comunicación como una vocación. Entonces la comunicación se vuelve exigente, gozosa y siempre nueva. En cierto sentido (al menos para los cristianos), esta vocación es una forma de su función profética. Una profecía que exige fidelidad y realismo, fortaleza y esperanza. Volvemos al tema de la esperanza. Este es el punto en que nos ubicamos. Juan XXIII al empezar el Concilio, nos hizo ver los distintos modos de asomarse al mundo. Ante el mismo panorama están los profetas de calamidades, que siempre anuncian lo peor, con los que no se puede estar de acuerdo. Frente a estos profetas el Papa Juan invita a reconocer los misteriosos designios de la Providencia. Hay que ser profetas de esperanza. Estos son los que de verdad han entendido que el mundo es un don de Dios y tienen puesta su mirada en un más allá que para el cristiano es fuente de esperanza. Esto no significa vivir ciegos ante los difíciles problemas del mundo, sino aproximarse a ellos con otro «punto de vista». Cuando Pablo habló en el Areópago de Atenas habló de la «última novedad» de Jesucristo, de que el mundo fue hecho por Dios y de que «nosotros somos de la raza de Dios» (ver Hech 17).

2. «La Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros» (Jn 1,14).

Deseo subrayar dos cosas: que el contenido central de la Comunicación cristiana es la Palabra de Dios y que esa Palabra tomó carne en el seno virginal de Nuestra Señora. Es una Palabra que se hizo historia, que permaneciendo siempre el Hijo de Dios «que está en el seno del Padre» (Jn 1,18), plantó su morada entre nosotros. Un buen comunicador es siempre un contemplativo y el contemplativo verdadero es un hombre profundamente encarnado. Alguien que escucha siempre a Dios y tiene capacidad para escuchar al hombre (asumiendo sus angustias y esperanzas, iluminando su dolor y dando sentido a su alegría). Volveremos a tocar el tema de la contemplación como exigencia espiritual y humana de la comunicación. Para los comunicadores católicos (o cristianos), la comunicación es un anuncio explícito (o implícito) de Jesucristo que no vino a condenar, si no a salvar, que no vino a ser servido sino a servir, que vino para dar la Vida. Es preciso presentar la imagen cercana de Jesús, el Maestro y Salvador, la Luz del mundo, el médico espiritual y corporal, el que reconcilia el mundo con el Padre. Pero es también necesario presentar el rostro de Jesús en el pobre y el que sufre, en el rostro transparente de una Iglesia fraterna y creíble. Es la Iglesia orante, fraterna y misionera, la que debe ser presentada al mundo como sacramento universal de salvación. Hablando de comunicadores de Jesucristo se está hablando de la Iglesia: desde el interior de una Iglesia comunión evangelizadora y misionera. Pero entonces nos preguntamos: ¿Cómo queremos que sea la Iglesia del Tercer Milenio? ¿Cómo nos comprometemos ante las puertas del III Milenio a construirla como obra e imagen de la Trinidad Santísima? ¿Cómo tiene que ser la vida de un comunicador social ahora y el testimonio de la comunidad cristiana comprometida toda ella en lo nuevo del mundo?

3. Tenemos que volver más profundamente al Concilio.

No lo hemos comprendido todavía ni puesto en práctica totalmente. En gran parte no lo hemos leído. No lo conocemos. En parte lo seguimos combatiendo sin conocerlo. Es una forma de «resistir al Espíritu Santo». Quizás por eso la Iglesia no ha alcanzado plenamente la unidad, la fortaleza y la esperanza del Espíritu. Es una Iglesia que tiene miedo, que no sabe escuchar para poder anunciar, que se mantiene en la pura defensa de la verdad y no se compromete en la audacia de la profecía. El Año Santo que se acerca es un reclamo al Concilio. A profundizar la letra y el espíritu, a ponerlo en práctica.

4. «Yo soy la Verdad» (Jn 14,5).

Los comunicadores sociales dicen referencia esencial a la Verdad: la Verdad de Jesucristo, de la Iglesia y del Hombre. En muchas partes quedan todavía por contestar las palabras de Pilato: «¿Qué es la Verdad?» (Jn 18,38). Sería bueno contribuir, mediante los medios de comunicación, a responder a estos desafíos: «¿Quién dice la gente que es el Hijo del Hombre…? ¿Ustedes quién dicen que soy?» (Mt 16,13-15); O también: «¿Quién es mi prójimo?» (Lc 10,29). Es importante recordar estas frases de Jesús: «Si ustedes permanecen fieles a mi palabra, serán verdaderamente mis discípulos, conocerán la verdad y la verdad los hará libres» (Jn 8,31). «Para esto he nacido y he venido al mundo; para dar testimonio de la verdad. El que es de la verdad, escucha mi voz» (Jn 19,37). La verdad exige ser buscada con pasión, gustada con humildad y comunicada con sinceridad. La comunicación de la verdad se opone a la agresividad y a la improvisación o rapidez del anuncio. Hay verdades que deben ser anunciadas con realismo y dolor pero siempre con respeto y con amor. Un comunicador social debe ser un hombre apasionado de la verdad y, al mismo tiempo, veraz y verdadero. Un auténtico testigo. El mundo de hoy, decía Pablo VI, tiene más necesidad de testigos que de maestros. La verdad existe y se anuncia, no se inventa ni se calla.

5. Un aspecto esencial para la comunicación es la capacidad contemplativa.

«Lo que hemos contemplado y lo que hemos tocado con nuestras manos…es lo que les anunciamos» (1 Jn 1,1). Esto es válido sobre todo, para la Palabra de Vida . Los auténticos comunicadores de vida en la Iglesia son los contemplativos. No se trata de comunicar una ciencia sino una vida. Lo cual exige una grande capacidad de silencio, de escucha, de diálogo, de acogida, de profundidad interior, de serenidad, de oración. El profeta se pone siempre en profunda y humilde actitud de escucha: «Habla, Señor que tu Siervo escucha» (1 Sam 3,10). Hay comunicaciones que exigen una particular capacidad contemplativa: cuando se trata de anunciar directamente la Palabra de Dios. Es preciso, entonces, «Devorar el rollo» (Ez 3,1). Engendrar la Palabra y anunciarla; es el caso del evangelizador, del catequista, del misionero. «El futuro de la misión depende en gran parte de la contemplación. El misionero, si no es contemplativo, no puede anunciar a Cristo de modo creíble» (RM 91). Se nota en seguida cuando una palabra es simplemente estudiada y aprendida o nace de un corazón contemplativo. Pero se advierte también cuando la simple palabra comunicada (una noticia o un comentario) tiene sus raíces en una profunda capacidad contemplativa. Ya sé que la contemplación es un puro don de Dios; pero hace falta pedirlo en la oración y prepararse en el silencio y la pobreza. Las cosas de Dios deben ser comunicadas desde la contemplación; son así más verdaderas, más ardientes y más concretas. Tal vez, también más simples y más sencillas, menos complicadas y más breves. Resultan para los destinatarios más comprensibles y amables; más serenamente creíbles y acogidas.

Pero la contemplación tiene también una dimensión humana, o mejor aún, una fuerte y fácil capacidad divina para entender la historia, leer los signos de los tiempos y comprender, exponer y explicar los acontecimientos. Sobre todo, para entender y explicar el misterio del hombre. Podríamos ser injustos al dar la noticia de un hombre sin entender (o tener en cuenta el misterio de un hombre. Lo mismo pasa con los pueblos y con sus culturas. Esta capacidad de contemplación divina-humana, supone mucha capacidad de escucha y observación, de reflexión y de estudio, de silencio y de oración.

Para obtener esta capacidad contemplativa hace falta un espíritu de humildad y de pobreza, de desprendimiento y de austeridad, de amor a la verdad y de respeto al hombre. Quien empieza por saberlo todo o cree tener una exclusiva capacidad creativa, corre el riesgo de no entender nada o de deformar la realidad objetiva. El comunicador contemplativo es capaz de ayudar a crear culturas nuevas fieles a sus orígenes. Pero la contemplación no se improvisa. Ya dijimos que es un Don de Dios y hay que pedirla con humildad. La rapidez de la noticia – para que sea la primera – puede entorpecer la contemplación y dañar la verdad de la noticia.

6. Hay otro aspecto que va esencialmente unido a la comunicación: es la comunión.

«Lo que hemos visto y oído se lo anunciamos también a ustedes, para que vivan en comunión con nosotros» (1 Jn 1,3). Es la comunión en la verdad, en la justicia, en el amor, que lleva necesariamente a la comunión en la paz. Es la comunicación que tiende a la comunión entre los hombres y los pueblos, a la comunión con Dios. Esto es evidente cuando se trata de la comunicación de la Palabra de Dios: crea la comunión de los hombres con Dios y de los hombres entre sí. Los medios de comunicación social acercan los pueblos y crean una cultura de solidaridad. Una experiencia notable la constituyen las transmisiones de las Jornadas Mundiales de los Jóvenes; de un modo especial ello se verificó en las intercomunicaciones de pueblos en la Jornada Europea de Jóvenes en Loreto 1995: fue un momento providencial de evangelización, de comunión entre jóvenes orantes y sufrientes. No solo fue la evangelización de la palabra y de los cantos, sino la del dolor y el sufrimiento.

Pero esto supone un uso de la técnica de la comunicación que nace del espíritu de comunión y tiende a la creación de una cultura de comunión. Supone una Iglesia misterio de comunión misionera. Cuando la Iglesia vive profundamente su misterio de comunión y se expresa, a través de los distintos medios de comunicación, como la unidad del Pueblo de Dios, hace más creíble su existencia y su mensaje. Cristo instituyó la Iglesia como «comunión de vida, de caridad y de verdad» (LG 9). La Iglesia es expresión de la comunión trinitaria «Y así toda la Iglesia aparece como un Pueblo reunido en virtud de la unidad del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo» (LG 4). De esta intrínseca y esencial comunión trinitaria nace la comunicación al hombre «creado a imagen y semejanza de Dios». El hombre nació, como puro don de Dios, de la comunión trinitaria. Comunión intrínseca del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Pero «en la plenitud de los tiempos» (Gál 4,4), comunión con el hombre a través del Hijo («envió Dios a su Hijo», no para condenar sino para salvar), puro don de Dios al hombre acogido en el seno virginal de María. Ascendido a la derecha del Padre, por el Misterio Pascual, Jesús nos hizo el don del Espíritu Santo que nos penetra interiormente con la alegría de sus siete dones. La Iglesia se hace plenamente comunicadora mediante el don del Espíritu Santo en Pentecostés. Queda hecha en plenitud de comunión y de misión. Pentecostés consuma la unidad de las tres realidades esenciales: la comunicación, la comunión, la contemplación.

  1. Una sencilla reflexión sobre los medios de comunicación, hecha desde la fe y para comunicadores católicos, debería necesariamente terminar con algunos apuntes sobre la espiritualidad del laico comprometido especialmente en la comunicación. Algunas cosas han sido anotadas más arriba. Pero quisiera todavía subrayarlas:

a- Lo primero que diría es que tiene que ser una espiritualidad de encarnación: que el comunicador sea un hombre o mujer profundamente insertado en el mundo («Así amó Dios al mundo…» «La Palabra se hizo carne»). Con todo lo que la encarnación supone de amor y de riesgo; no defenderse de la verdad del hombre y del mundo. Amar la verdad del mundo, aunque sea dolorosa: amar salvadoramente al hombre, a todo hombre. Ser capaces de dar la vida (como lo han hecho muchos comunicadores), por buscar la verdad y exponerla. Es un modo de ir construyendo una sociedad más justa y verdadera. Una espiritualidad de encarnación supone riesgo y coraje. Continuamente tendremos que preguntarnos sobre nuestra intención, nuestras motivaciones y las consecuencias de nuestra comunicación. No podemos olvidar que el amor tiene que ser siempre nuestra ley: es la ley de la transformación del mundo (ver GS 38). El lenguaje del amor nos obliga a revisar continuamente nuestros criterios. Leamos frecuentemente el Evangelio para descubrir cuales son los criterios con los que actúa Jesús, cómo se acerca a las personas, cómo dialoga con ellos, cómo hace comprensible su mensaje. El lenguaje del amor implica el respeto a cada ser humano, la salvaguardia de cada persona;

b- Luego una espiritualidad de contemplación, es decir, de escucha, de diálogo, de silencio, de búsqueda, de oración. Esto da posibilidad de acceso a la verdad, profundidad y claridad en la exposición. La contemplación inspira los gestos de la comunicación y da la rapidez justa a las palabras. Impide la precipitación y el desajuste de la verdad. La contemplación verdadera nos introduce más profunda y más rápidamente en la realidad de las cosas y de la historia. El contemplativo percibe y asume más fácilmente el dolor y el sufrimiento de los hombres; y lo sabe exponer con más espíritu de compasión y de solidaridad; con capacidad de reconstrucción y de salvación.

c- Espiritualidad de fraternidad evangélica. Con la sensibilidad del buen samaritano que se detiene en el camino y lo da todo (el aceite, el vino, la cabalgadura, el dinero y particularmente su tiempo (ver Lc 10)). Es el sentido de fraternidad evangélica que considera la comunicación como una vocación y un servicio, como un modo de construir una nueva civilización de amor. Esto lleva al comunicador a buscar la fecundidad de la verdad y las mejores formas de comunión entre los hombres y los pueblos. Es un modo de evangelización inmediato y eficaz; la espiritualidad de la esperanza. En un momento en que el mundo se desangra por la tristeza, la angustia y la desesperanza, es urgente descubrir y exponer las razones de la esperanza que llevamos dentro (ver 1 Pe 3,5); ayudar a descubrir y sembrar motivos de esperanza aun en los momentos difíciles. «En la proximidad del tercer milenio de la Redención, Dios está preparando una gran primavera cristiana, de la que ya se vislumbra su comienzo» (RM 86). Hay que ser realistas y no ocultar los acontecimientos dolorosos y negativos, pero tampoco comunicar exclusivamente la destrucción y la violencia. Hay cosas excelentes y alentadoras que merecen ser destacadas. Está el mal en el mundo, pero también existen los santos. La esperanza va unida necesariamente a la alegría: «sean alegres en la esperanza…» (Rm 12,12) con la alegría profunda que nace del amor, de la cruz, de la oración. Alegría de la fraternidad, alegría de la construcción de un mundo nuevo, más justo, más libre, más humano; en definitiva, la alegría de Dios y de la Virgen.

d- Espiritualidad de Iglesia misterio creíble y fecundo de comunión. Más que nunca el mundo desea descubrir a Cristo en la Iglesia. En una Iglesia comunión del Pueblo de Dios, insertada misioneramente en el mundo como «sacramento universal de salvación» Más que nunca la Iglesia se presenta al mundo como unidad del Pueblo de Dios, familia de Dios, comunión de los hijos de Dios (obispos y sacerdotes, religiosos y religiosas, diáconos, seminaristas y fieles laicos). La comunicación eclesial nace de la contemplación y engendra la alegría de la comunión.

CONCLUSIÓN

Quiero terminar con un llamado especial a los cristianos laicos comunicadores. Es una hora providencial para ellos en la Iglesia y en la sociedad. Concretamente están llamados a ser, en esta hora, «los protagonistas de la nueva evangelización». Corresponde a los Pastores abrir nuevos espacios de participación a los Laicos y animarlos en su

irremplazable misión en el interior de la comunidad eclesial y en la construcción en la sociedad humana. Ellos tienen una particular y providencial misión en los medios de comunicación social. Hemos descuidado la animación y la formación de los laicos en este campo. No sólo en el compromiso para la nueva evangelización, sino en su misión irremplazable y directa para la construcción de la nueva civilización del amor. Los laicos pueden y deben ejercer su sacerdocio real y profético a través de los medios de comunicación; pero, para ello, deben sentir la alegría de su vocación eclesial en los medios y ser animados en su formación para vivir la trilogía de la comunicación, de la comunión y de la contemplación. La Introducción a la Christifideles laici termina así:

«En conclusión, a pesar de todo, la humanidad puede esperar, debe esperar. El evangelio vivo y personal, Jesucristo mismo, es la «noticia» nueva y portadora de alegría que la Iglesia testifica y anuncia cada día a todos los hombres. En este anuncio y en este testimonio los fieles laicos tienen un puesto original e irremplazable: por medio de ellos la Iglesia de Cristo está presente en los más variados sectores del mundo, como signo y fuente de esperanza y de amor» (n. 7).

Es la alegría, la esperanza y el amor que cantó María en el Magnificat. Que Ella, la fiel discípula del Señor, la primera mujer laica, la Virgen Madre que engendró para nosotros la Palabra de la Vida, nos enseñe a vivir, a gustar y a comunicar la gozosa y esencial riqueza de las Bienaventuranzas.