La siesta riojana se llenó de color cuando cientos de familias inundaron el parque Facundo Quiroga para celebrar la esperanza, para vivir el jubileo de las familias.
Un sábado de agosto, adornado con lapachos florecidos, fueron el escenario para que adolescentes y niños con sus padres, abuelos con sus nietos, tíos, primos, el mate y miles de sonrisas fueran testigos vivos y multiplicadores de lo que acontece en la profundidad del espíritu de cada uno: experimentar que la Iglesia está viva y que el amor de Dios se sigue sembrando.
La jornada comenzó a la tarde, en el parque Juan Facundo Quiroga y luego, en peregrinación, las familias se trasladaron al templo de la Iglesia Catedral. Allí se abrió la Puerta Santa y, con ese gesto, el obispo de La Rioja, Dante Braida, bendijo a las familias riojanas y las convocó a atravesarla: dejar atrás momentos de rencores y falta de unidad para transformar los corazones de cada integrante de la familia y ser unidos en el amor de Dios. También invitó a permanecer siempre bajo el manto de María Santísima y el acompañamiento fiel de San José.
Desde la siesta llegaron al parque grupos de familias, presididos por el estandarte de la parroquia que los abraza. Y poco a poco, esas filas se fueron desgranando para amalgamarse como una sola Iglesia, como una sola y gran comunidad que comparte, convive y camina junta. Guiada por un pastor, nuestro obispo, que rápidamente se mezcló con su rebaño, escuchando de cerca la realidad de las familias.
Entre momentos de cantos y obras de teatro, también tuvieron lugar testimonios de vida de familias que, desde la normalidad del día a día, pudieron descubrir el amor de Dios aún en las sombras, en las dificultades y en el dolor. Pero aun así darle gracias por cada paso, por cada día, por cada sombra, por cada gesto de amor derramado.
“Yo había perdido la fe cuando murió mi hija, pero cuando ella (su nieta) entró a catequesis conocimos verdaderamente a Jesús y nuestra vida cambió” decía una abuela aferrada a su nieta. Que abrazadas aún lloraban la pérdida de una hija y de una madre. Ambas se aferraron a la fe y se aferraron entre ellas para mitigar el dolor, para ser resilientes, para vivirlo desde otro lugar, para dejar entrar luz, para convertir la muerte en esperanza, en vida, en motor.
De la misma manera, otra mamá contaba que en la pandemia creyó despedirse de este mundo, pero que Dios le dio la oportunidad de seguir sirviendo con más fuerza, con más ánimo, con más esperanza. “Dios nos acompaña siempre y todo lo que hacemos es por Él y para Él” repetía incesantemente.
La alegría de que las tormentas terminan y que el amor de Dios acompaña aún en las tormentas, fue la chispa que encendió un momento de animación compartida, con bailes y cantos donde todos participaron sin importar la edad. Esa algarabía se mantuvo mientras entonando el himno del jubileo, un mar de personas se encaminaron a la Catedral para cruzar la Puerta Santa y recibir la indulgencia plenaria. Una gracia que se derrama cada veinticinco años, pero que sobre todo nos invita a acercarnos a los sacramentos y a vivir la fe en nuestra vida, atravesando las devociones para abrazar el amor de Dios.
Ese mar de personas también inundó la Catedral. Y en la escalinata del presbiterio, los niños escucharon la voz de Dios a través de la voz del obispo, Dante Braida, y vieron elevarse el Cuerpo de Cristo, preparando su corazón para recibirlo en la Eucaristía.El templo de la Iglesia estuvo colmado de cientos de familias que estaban felices por la jornada que vivieron y compartieron en el jubileo de la familia. Fue un momento de siembra, cosecha y gracia. Y una invitación para vivir apegados al Evangelio, a vivir la santidad silenciosamente y en la vida cotidiana.