Muchas preguntas pueden surgirnos al hablar de trabajo…
- ¿Es el tipo de trabajo la medida del éxito?
- ¿Los espacios en la sociedad se miden por el trabajo que cada uno tiene?
- ¿Es el estllo de trabajo el que determina la dignidad de la persona?
- ¿El salario se fija por la oferta y la demanda?
La sociedad que busca satisfacer nuestras necesidades con consumo, que es lo que se impone actualmente, responde que SÍ.
Que tiene éxito el que tiene un trabajo destacado, que el status social se da por el tipo de trabajo y por la remuneración, que es lo que a su vez hace digna a una persona y capaz de consumir lo que se le ocurra como así también que, si hay muchos que hacen una misma tarea, es lógico que el pago por ese trabajo sea menor y menos calificado.
Y los que no logran esto es porque no se han preparado, son vagos o porque la vida es así. Respuestas superficiales basadas en el ego que nunca llegó a preguntarse si me toca o no hacerle un lugar a esos hermanos desfavorecidos.
La Iglesia desde siempre y particularmente a través de Juan Pablo II responde que NO a esas preguntas.
El trabajo es mucho más que simplemente ganar dinero para sobrevivir, no lo podemos reducir a un mero crecimiento económico, el papa Juan Pablo II lo pone de manifiesto en su documento Laborem Exercens al decirnos que no es una dimensión de mercancía, no es una pieza o engranaje político de una estructura social, siguiendo el mandato de Génesis 1, 28 “llenen la tierra y domínenla”, el trabajo es la cooperación del ser humano en la obra de Dios y trabajar no es solamente un acto material efectivo sino es un acto personal en el cual el trabajador continúa con la creación divina. El trabajo, por lo tanto, es una forma en que podemos imitar a Dios y participar en su obra creadora.
Además, el trabajo es una forma de buscar nuestra realización personal y de crecimiento espiritual. A través del trabajo, podemos desarrollar nuestras habilidades y talentos, y encontrar un sentido de propósito en nuestra vida. En este sentido podemos servir a los demás y contribuir al bien común.
El trabajo de cada día puede contribuir a hacer al hombre más hombre o a degradarlo. La dignidad del trabajo no depende tanto de la obra o actividad realizada, sino de que quien lo realiza es una persona. En consecuencia, el esfuerzo social, en todos los niveles (comunidades, pueblos, humanidad), debe tender a crear las condiciones políticas, jurídicas, económicas y culturales que permitan a los hombres y mujeres de trabajo no sólo producir eficientemente, transformar la naturaleza, sino transformarse a sí mismos, hacerse más hombres o más mujeres .
El trabajo constituye primordialmente una vocación del hombre y que todo lo demás viene en cierto sentido por añadidura. Dios llama personalmente al hombre a trabajar en el umbral mismo de la Creación: «Creced y multiplicaos y dominad la tierra». Invitación divina a colaborar con el Creador, a ser señores de la entera creación, a ser custodios inteligentes y libres de todo el patrimonio de la humanidad. Como consecuencia, el trabajo es también una obligación moral, una respuesta debida a la invitación divina. El hombre adulto que no puede trabajar sufre tanto o más que un niño que no puede jugar.
El papa Francisco al respecto nos dice que “el trabajo es también una forma de expresar nuestra creatividad: cada uno hace el trabajo a su manera, con su propio estilo; el mismo trabajo, pero con un estilo diferente”. Por esta razón afirma que “es bonito pensar que Jesús mismo trabajó y que aprendió este arte propio de San José”.
Y volviendo a las preguntas…
- ¿Qué podemos hacer para recuperar el valor del trabajo?
- ¿Qué contribución, como Iglesia, podemos dar para que este sea rescatado de la lógica del mero beneficio y pueda ser vivido como derecho y deber fundamental de la persona, que expresa e incrementa su dignidad?
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Es un tiempo que nos llama a mirar a Dios y al hombre y encontrar los modos creativos de decisión, de generosidad y de búsqueda de trabajo justo y digno de tantos hermanos nuestros, principalmente de los riojanos.