Homilía (04 de junio)

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Hubo un hombre llamado Juan…, nos narra la Biblia al referirse al Precursor de Nuestro Señor Jesucristo; es Juan el Bautista que dice a las multitudes al acercarse Jesús. “Este es el Cordero de Dios que quita los pecados del mundo… el que bautizará en el agua y en el Espíritu Santo… El es el Hijo de Dios…” -También hubo otro hombre llamado Juan. Fue el Papa Juan XXIII- “El Bueno”-. El que sintiendo la inspiración de Dios y fiel a ella, convocó a toda la Iglesia en el Concilio Vaticano Segundo. Hace nueve años que Juan el Bueno partió al encuentro definitivo con el Padre de los Cielos. No evocamos un simple recuerdo sino que queremos sentir su presencia en la herencia que nos dejó con el Concilio. Necesitamos de él para no asustarnos en las “maravillas que el Señor hizo” por este Varón Justo. Murió como mueren los santos; como mueren los profetas, los justos. Nos dejó una enorme herencia. Y porque la viví en su gestación y en su realización en el aula conciliar, este día me llena de alegría y gratitud al Señor. Reaviva mi esperanza y me vuelve a seguir ahondando el precioso fruto de ese Acontecimiento Salvífico que es el Concilio. Penetrar en el alma del Papa Juan es penetrar en el alma evangélica de los Documentos y de la historia íntima de lo que el Espíritu Santo hizo durante cuatro años en el aula conciliar en la Basílica de San Pedro. Nos dejó con su muerte el sermón más hermoso que la Iglesia ha predicado al mundo en los últimos siglos. Fue el mundo entero que se acongojó y lloró su partida. El testigo de la esperanza, de la bondad, de la firmeza y de la universalidad; el testigo del Evangelio vivido nos dejó con el Concilio su vida para que los hombres aprendiésemos a vivirla intensamente como él la vivió.

Recordamos al Papa Juan que ha marcado una hora decisiva en la historia; sirvió de transición entre dos épocas. No es que inventase nada: simplemente sobre la tierra que León XIII, que Pío X, que Bendedicto XV, que Pío XI, que Pío XII, prepararon, ha plantado esta nueva planta prodigiosa que asombró al mundo. Una iglesia abierta y en el diálogo a todo el mundo y a todos los hombres sin distinción alguna, abierta a todas las razas, culturas, ideologías, geografías, no para claudicar la Revelación sino para anunciar con la misma fuerza de siempre y en un lenguaje nuevo el Verbo hecho carne que se llama Jesucristo. Una Iglesia entregada a la renovación de sí misma; no más encerrada en un baluarte, sino llena de puentes hacia todas las riberas donde se encuentren los hombres sin ponerle condiciones antes si son o no católicos.

“No busquéis en mí al diplomático hábil ni al sabio sutil”, decía; “soy sencillamente la sombra del Buen Pastor. Nunca me he inclinado a recoger y devolver la piedra que me arrojan desde un lado y otro de la calle. En nuestro tiempo la Iglesia prefiere utilizar la medicina de la misericordia más que la severidad…”

“Se revelaba contra toda tentativa de inmovilizar a los hombres en sus ideologías, dice el Cardenal Bevilacqua, en sus esquemas y en su pasado. Conversó con todas las variedades humanas, sin sombra de diplomacia y sin concepciones doctrinales. No cesó de tender puentes a las Iglesias separadas, a las naciones, a las razas, a los hombres de buena voluntad. Conversó con todos, pero sobre todo con los alejados, con los siempre excomulgados. Los profesionales de las requisitorias y de las condenas se levantaron asustados. El sufrió mucho, se armó de paciencia y siguió adelante, quizás consolándose con el “mal” ejemplo de Jesús que no enrojecía al sentarse a la mesa con los publicanos y las mujeres perdidas. “El Concilio de Juan XXIII no fue más que la encrucijada de todos estos encuentros verdaderamente ecuménicos. De hecho, su repentino anuncio hizo enmudecer a los cardenales, no entusiasmó a los fieles y dejó escépticos a los intelectuales. Pero esto no lo desanimó. Miró a lo alto; supo ver lejos, movilizó todas las fuerzas vivas del Reino de Dios, eligió los caminos difíciles, con fe y seguridad de Santo, con temeridad de joven, con fortaleza de sabio.

Por la Iglesia y el mundo ha pasado mucho más que un Papa bueno a quien hay que amar. Ha pasado un Papa Juan a quien hay que seguir en la herencia sellada por el Espíritu Santo que es el Concilio.

Este es el Papa Juan a quien recordamos a los nueve años de su muerte. Mientras tanto su concilio ha comenzado a penetrar por todas partes. Ha traído consigo las consecuencias de toda empresa grande a realizar. En esta hora en que vivimos es bueno recordar lo que Cristo nos dice: “hombres de poca fe ¿por qué tienen miedo? Cuánto tenemos que seguir reflexionando en nuestra diócesis para ser fieles a la herencia del Papa Bueno. Y porque también se manifiesta la vida en las búsquedas y en las tensiones, me hace recordar lo que su antecesor, el Papa Pablo VI nos decía en el Concilio: “La Iglesia vive, canta, busca, se hace servicio, diálogo…”